Sáb. Abr 27th, 2024

Durante el mes de noviembre celebramos todos los años el recuerdo de los difuntos, con el fin de visitar los cementerios y columbarios para ofrecer flores y velas a nuestros familiares, que se fueron para siempre.

El límite que separa la vida de la muerte es tan fino y, al mismo tiempo, tan frágil que procuramos alejar ese pensamiento en el día a día y nos creemos ya inmortales. Pensamos que el fallecimiento es para el vecino, nunca para nosotros. Olvidamos que la muerte solo nos va a suceder una vez en la vida y no hay segundas oportunidades.

Se vive tan deprisa que no queremos ni hablar de ese hecho fatal que nos rodea por todas partes, porque sentimos miedo, agobio; lo consideramos como una ocultación, que vendrá sobre nosotros sin saber ni cómo ni cuándo.

Todo cambia cuando vemos la muerte de un familiar, ya que nos roza y nos advierte: “Vecino, ¿no sabes que podías haber sido tú”? ¿”Y si nos confundimos de puerta?”. Incluso, cuando me advierte mi amigo Javier, todavía joven, que le han diagnosticado un cáncer y le dan un plazo de medio año de vida, nos sentimos atemorizados. Pensamos ¿el próximo seré yo? ¿Qué lugar ocupa la muerte entre nuestras prioridades y ocupaciones? ¿Podemos preparar ese instante en que el corazón deja de funcionar?

Vivir con la muerte

A lo largo de nuestra existencia, no es aconsejable vivir angustiados, pero sí reflexionar sobre el final de nuestro cuerpo y, también, estar preparados para una posible enfermedad grave, sin olvidar los cinco pasos esenciales para convivir con ella: negación, enfado, negociación, depresión y, finalmente, aceptación de la realidad.

Debemos contagiar vida antes de morir, porque nadie es eterno. La muerte es el término de la vida. Según la edad, damos un sentido u otro a la muerte. Existen dos formas de aceptar nuestra última bocanada de aire: Los que aceptan el final de cuerpo, pero el alma subsiste para formar parte de una unión eterna con Dios y los que consideran el fallecimiento como una etapa terminal, detrás de la cual no existe nada o, al menos, nadie ha venido a decirnos algo.

No obstante, el gran secreto de la humanidad es su muerte, porque no hay certeza de lo que hay más allá. Además la muerte es algo que ocurre a los demás. Carecemos de herramientas para luchar contra ella, porque siempre nos ganará la partida, por eso tenemos que estar a bien para que nos alargue la vida. Como diría Borges, la muerte es una vida vivida; la vida es una muerte que viene.

Sin embargo, la violencia y la guerra, como la de Ucrania, nos han vuelto insensibles, porque las personas fallecidas están lejos de nuestro entorno.

A lo largo de la historia, artistas, músicos y escritores se han recreado en miles de pinturas, poesías y partituras, dedicadas al amor, pero también se han visto obligados a pensar sobre el destino final y no han podido evadirse, angustiados, de que la muerte iba a pegar en la aldaba de sus puertas. Porque muerte y amor se encuentran íntimamente unidos; la muerte destruye a los seres vivos, el amor crea y da sentido a la naturaleza. Crear y destruir es el gran dilema, que se convierte en tragedia de la vida.

Es curioso que la especie “homo sapiens”, ya extinguida del Neardenthal, de hace 80 mil años, ha dejado testimonio de su espiritualidad con sepulturas adornadas y con ofrendas, creyendo en una vida de ultratumba. A partir de esa época hasta nuestros días, la humanidad ha seguido practicando ese rito de honrar a nuestros antepasados.

¿La ciencia descubrirá alguna vez el misterio de la muerte?

En los cientos de siglos de nuestros antepasados, los Zapotecas de México, del siglo XIV antes de Cristo, realizaban ceremonias funerarias como ofrenda a los dioses. Los cadáveres eran desecados al fuego y con la grasa destilada del cuerpo y la médula de los huesos se cocinaba un brebaje de comunión para los presentes. Estas creencias religiosas disponían de un carácter sagrado, que les elevaba a una relación estrecha entre humanidad y divinidad.

En definitiva, los únicos capacitados y competentes para hablar de la muerte son los mismos fallecidos, pero, al no tener la virtud de comunicarse, han ido delegando en los vivos la enigmática investigación del final del ser humano. La ciencia ha estado a punto de dominar la naturaleza, pero nadie ha conseguido descifrar el misterio de la muerte. ¿Vendrá algún día, por sorpresa, un ángel a comunicarnos el secreto mejor guardado?

Como dice el poeta Antonio Machado, a la muerte no debemos temer, porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos.

Luis Landa El Busto
Historiador y escritor

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