Recojo ahora el testigo y me permito añadir otra reflexión que podríamos llamar urbanística, política o sociológica.
Esta escena mañanera que describe el buen jesuita ¿Dónde podríamos localizarla? Hace algunos años podría estar ambientada en cualquiera de nuestros pueblos o en cualquier barrio de cualquier país occidental. Ahora mucho me temo que no sería tan fácil encontrarla. Porque se habla mucho de diversidad y de acoger al distinto pero mientras tanto nos hemos cargado la riqueza social más básica que era la convivencia intergeneracional. No hace mucho las plazas, los jardines, los bares o las iglesias eran puntos de encuentro familiar. En ellos compartían espacio y tiempo los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos. Ahora, cuando coinciden, lo hacen de forma casual en sus respectivos desplazamientos, como si fueran especies diferentes. Existen barrios y pueblos envejecidos en los que no hay jóvenes. Urbanizaciones recientes en las que no hay viejos. Ciudades hostiles en las que no puede haber niños jugando. Rincones apartados reservados para la gente joven. Y no, no es una pura tendencia natural. Esta disgregación, este auténtico desastre comunitario, ha sido buscado y querido expresamente por todas las políticas antifamilia que llevan décadas publicándose en el BON y en el BOE. No es casualidad. No era inevitable. Esta fractura social es el fruto averiado que ahora recogemos tras una siembra dañina.
No se rindan. Busquen los ambientes, los comercios, los eventos familiares, las cosas normales y de toda la vida. Existen, y necesitan su ayuda.
Javier Garisoain